martes, 17 de mayo de 2011

El país de la Desidia

Conocí en una ocasión un país donde sus ciudades estaban sumidas en la desidia, cargadas de basura, con grandes vías deterioradas, autopistas que nunca llegaron a ser autopistas, carreteras inservibles, calles intransitables  y edificios roídos por el olvido. En este país por donde caminaras crecía la maleza sin control, dejando además, que los niños y los ancianos durmieran en las calles, sólo acompañados de perros carcomidos por la sarna y se alimentaban de los restos que se les dejaba. El hambre era el plato fuerte del día y aparecía como fantasma de una era importante.
Conocí sus ciudades plagadas de grandes agujeros de agua insalubre producto de las lluvias, que servían de hervidero a las plagas olvidadas de las enfermedades que una vez habrían caminado y ahora se daban la mano para acabar con todo lo que se atravesara a su paso.
Conocí un país convertido en vertedero de escombros, de lo que en alguna ocasión fueron espléndidas urbes, producto de muchos años de grandes riquezas que lo convirtieron en un lugar muy importante, seguramente fue un sitio fantástico de adelantos modernos y de una modernización que esperaba crecer tan rápido como sus habitantes, pero como todo era tan asequible, nunca se preocuparon por pensar en la escasez y se mantenía en pie desde la locura del derroche de los beneficios resultantes de negocios, que para muchos sería casi imposible calcular. Allí imperaban mercaderes, estadistas y gobernantes que buscaron por todos los caminos llegar a este tesoro que se desplegaba a lo largo de sus costas, del que lograron encontrar y hacerse sus dueños, para dejarlo abandonado en lujosas mansiones y un sinnúmero de gastos.
Conocí un país que no estaba esperando nada y se encontraron con todo, sin saber qué hacer con sus bienaventuranzas, así que tomaron sus bártulos y comenzaron a botarlos para quemar todo lo que se encontraba a su alrededor. Les dieron la potestad a otros para que  pensaran por ellos mientras se alimentaban de la poca limosna que se repartían entre todos.
En ese país lo más importante era la gente, personas miserables, desgarbadas, sin escrúpulos, desinteresadas en sus vidas que se dejaban llevar por los fanatismos y la visceralidad de sus dirigentes, que los llevaron al extremo de la desidia con sus pequeños cuerpos que intentaban abrirse paso entre su propio estiércol y la opulencia que aún los caracterizaba, porque ellos preferían sus lujos sin importar que los gobernantes se proyectaran como los grandes ineptos.
Por donde transitaban sólo servía  para recibir los embates de la naturaleza dejándolos incomunicados por días y por años, pero eso no importaba porque esta gente miserable seguía a sus lideres inescrupulosos sin ninguna razón, sin ninguna forma de explicación, simplemente se limitaban a seguirlos como las ratas de Hamelin y después se lanzaban al abandono hasta llegar a pelearse el sustento con los perros desgarbados que eran sus grandes compañeros.
Por eso siempre he pensado que vivir en la desidia es algo que nos envuelve y nos acostumbra, pero dejar que ella sea nuestra única forma de vida me resulta imposible y hasta absurdo, pero qué le vamos a hacer si este es el país de la desidia.

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